[lang_es]Presentamos un relato del escritor francés Jean Giono (fallecido en Manosque, Alpes-de-Haute-Provence en 1970) del que son conocidos sus ensayos históricos («El desastre de París», «La batalla de Marignan»…), pero también sus cuentos («Los dos jinetes de la tormenta»), novelas cortas («Ennemonde») y novelas («El Iris de Suse»).
Para que el carácter de un ser humano revele cualidades verdaderamente excepcionales, es necesario tener la suerte de poder observar sus acciones durante muchos años. Si esta acción está despojada de todo egoísmo, si la idea que la dirige es de una generosidad sin precedente, si es absolutamente seguro que no hay en ella una búsqueda de recompensa, y que, sobre todo, ha dejado huellas visibles sobre el mundo, estamos, sin riesgo de errores, ante un carácter inolvidable.
Hace unos cuarenta años realicé un largo viaje a pie por las alturas montañosas, absolutamente desconocidas por los turistas, de esa vieja región de los Alpes que penetra en la Provenza.
Esta región está delimitada al sudeste y al sur por el curso medio del Durance, entre Sisteron y Mirabeau; al norte por el curso superior del Dróme, después por su afluente hasta Die; al oeste por las planicies del condado de Vanaissin y los contrafuertes del monte Ventoux. Comprende toda la parte norte del departamento de los Alpes Bajos, el sur del Dróme y un pequeño enclave del Vaucluse.
Como decía, fue entonces cuando emprendí mi largo paseo por esos desiertos, landas desnudas y monótonas, de unos 1.200 a 1.300 metros de altitud. Sólo crecen allí las lavandas silvestres.
Atravesaba la región en toda su extensión y, después de tres días de marcha, me encontré en medio de una desolación sin precedentes. Acampé cerca de un esquelético pueblo abandonado. No había encontrado agua el día anterior y necesitaba hallarla. Esas casas aglomeradas, aunque en ruinas, me hacían pensar que una vez debió de haber allí una fuente o un pozo. Había una fuente, pero seca. Las cinco o seis casas, sin techo, roídas por el viento y la lluvia, la pequeña capilla con el campanario derrumbado, estaban dispuestas como las casas y las capillas en los pueblos vivos, pero toda vida había desaparecido.
Era un buen día de junio con un gran sol, pero, sobre estas tierras sin reparo y alzadas hacia el cielo, el viento soplaba con una brutalidad insoportable. Sus rugidos en las carcasas de las ruinas eran los de una fiera molestada mientras come. Me fue necesario levantar campamento. A las cinco horas de marcha de allí, no había encontrado agua ni nada que me pudiera dar la esperanza de encontrarla. Por todos lados la misma sequedad, las mismas hierbas leñosas. Me pareció distinguir en lontananza una pequeña silueta negra, erecta. La tomé por el tronco de un árbol solitario. De cualquier modo, me dirigí hacia ella. Era un pastor. Una treintena de ovejas acostadas sobre la tierra ardiente descansaban alrededor de él.
Me hizo beber de su cantimplora y, un poco más tarde, me condujo a su aprisco, en una ondulación de la planicie. Extraía su agua, excelente, de un pozo natural, muy profundo, al lado del cual había instalado un torno de mano rudimentario.
Este hombre hablaba poco. Era algo típico de los solitarios, pero uno se sentía seguro con él y confiaba en esta seguridad. Era algo insólito en este país despojado de todo. No viví en una cabaña sino en una verdadera casa de piedra, en la cual se observaba muy bien cómo su trabajo personal había detenido la ruina que había encontrado a su llegada. Su techo era sólido e impermeable. El viento que batía sobre las tejas parecía el ruido del mar en la playa.
El lugar estaba en orden, la vajilla lavada, el suelo barrido, su fusil engrasado; la sopa hervía en el fuego. Noté ahora que estaba bien rasurado, que todos sus botones estaban sólidamente cosidos, que sus vestimentas estaban remendadas con esa minuciosidad que hace invisibles los remiendos. Compartió conmigo su sopa y, como después le ofrecí mi petaca, me dijo que no fumaba. Su perro, silencioso como él, era amable sin ser servil.
Desde el principio quedó claro que yo pasaría la noche allí; el caserío más próximo estaba todavía a día y medio de marcha. Y además, yo conocía perfectamente el carácter de los raros pueblos de esta región. Había cuatro o cinco dispersos, lejos los unos de los otros, sobre los flancos de esas colinas, en los bosquecillos de robles blancos, en el extremo final de las rutas transitables.
Estaban habitados por leñadores que fabricaban carbón de madera. Eran unos parajes donde se vivía bastante mal. Las familias, apiñadas unas contra otras en ese clima de una rudeza excesiva, tanto en verano como en invierno, no encontraban escape a sus egoísmos. La ambición irracional alcanzaba proporciones desmesuradas, en un deseo continuo por escapar de ese lugar.
Los hombres transportaban su carbón a la ciudad con sus camiones, luego retornaban. Las más sólidas cualidades se quebraban bajo esta perpetua ducha escocesa. Las mujeres hervían a fuego lento sus rencores. Había rivalidad para todo, tanto para la venta de carbón como para el banco de la iglesia, para las virtudes que se combatían ente ellas, para la mescolanza general de vicios y virtudes, sin descanso. Y sobre todo, estaba el viento, que, incesante, irritaba los nervios. Había epidemias de suicidios y numerosos casos de locura, por lo general homicida.
El pastor que no fumaba fue a buscar un pequeño saco y yació sobre la mesa una pila de bellotas. Se puso a examinarlas una después de otra con mucha atención, separando las buenas de las malas. Yo fumaba mi pipa. Me ofrecí a ayudarle. Me dijo que era asunto suyo. Y lo era, en efecto. Viendo el cuidado que ponía en su trabajo, no insistí más. Esa fue toda nuestra conversación. Cuando hubo apartado una pila de bellotas bien gruesas, contó grupos de diez. Al hacerlo, eliminó incluso las muy pequeñas o que estaban ligeramente agrietadas, cuando las examinó más de cerca. Cuando tuvo delante de sí cien bellotas perfectas, se detuvo y nos fuimos a acostar.
La compañía de este hombre infundía paz. A la mañana siguiente le pedí permiso para descansar allí todo el día. Lo encontró muy natural, o, para ser más exacto, me dio la impresión de que nada podría sorprenderle. Este descanso no era absolutamente necesario, pero yo estaba intrigado y quería saber más. Hizo salir a su majada y la llevó a pastar. Antes de partir, puso en remojo, en un cubo de agua, el pequeño saco que tenía las bellotas tan cuidadosamente elegidas y contadas.
Advertí que, a guisa de bastón, portaba una barra de hierro del grueso de un pulgar y un metro cincuenta de largo. Haciendo que paseaba para descansar, caminé en una ruta paralela a la suya. El lugar de pastoreo de sus animales estaba en el fondo de un valle. Dejó a la pequeña majada al cuidado del perro y comenzó a subir hacia donde yo me encontraba. Temí que viniera a reprocharme mi indiscreción, pero no era nada de esto, ese era su camino y me invitó a acompañarle si yo no tenía nada mejor que hacer. Ascendió hasta unos doscientos metros de altura.
Una vez llegado al lugar que deseaba alcanzar, clavó su barra de hierro en la tierra. Hizo así un agujero en el cual metió una bellota, y luego lo rellenó. Plantaba robles. Le pregunté si la tierra le pertenecía. Me respondió que no. ¿Sabía quienes eran sus dueños? No lo sabía. Suponía que era una tierra comunal, o era posible que fuera propiedad de personas que no le interesaban para nada. No estaba interesado en conocer a los propietarios. Plantó así sus cien bellotas, con un cuidado extremado.
Después del almuerzo, volvió a escoger sus simientes. Supongo que debo de haber estado muy insistente en mis preguntas, pues él me respondió. Durante tres años había estado plantando árboles en esa soledad. Había plantado cien mil. De éstos, veinte mil habían salido. De estos veinte mil, contaba aún perder la mitad, por culpa de los roedores o de todo lo que es imposible de prever en los designios de la providencia. Quedaban diez mil robles que crecerían en ese paraje donde nada había crecido antes. Fue entonces cuando comencé a preguntarme acerca de la edad de este hombre. Tenía visiblemente más de cincuenta años. Cincuenta y cinco, me dijo. Se llamaba Elzéard Bouffierd. Había tenido una granja en las planicies. Había vivido su vida.
Había perdido a su único hijo, luego a su mujer. Se había retirado a la soledad, donde su único placer era vivir lentamente, con sus ovejas y su perro. Había llegado a la conclusión de que esa región se moría por falta de árboles. Agregó que, no teniendo ocupaciones importantes, se había propuesto remediar este estado de las cosas.
Como yo mismo, en ese momento, a pesar de mi juventud, llevaba una vida solitaria, sabía cómo tocar con delicadeza las almas solitarias. Sin embargo, cometí un error. Mi juventud, precisamente, me hacía imaginar un futuro en función de mí mismo y de una determinada búsqueda de la felicidad. Le dije que, en treinta años, esos diez mil árboles serían magníficos. Me respondió, simplemente que, si Dios le daba vida, en treinta años plantaría tantos otros que los diez mil serían como una gota de agua en el mar.
Además, estaba estudiando la reproducción de las hayas y tenía junto a su casa un vivero de hayucos. Las plantitas, que había protegido de sus ovejas por medio de un vallado, eran muy hermosas. Había pensado igualmente en los abedules donde, me dijo, había algo de humedad dormida a pocos metros de la superficie del suelo.
Al día siguiente nos separamos.
Al año siguiente vino la guerra del catorce, en la que me vi envuelto durante cinco años. Un soldado de infantería apenas puede reflexionar sobre los árboles. A decir verdad, el hecho mismo no me había impresionado; lo había considerado como un hobby, una colección de sellos, y lo había olvidado.
Al terminar la guerra, me encontré en posesión de una prima de desmovilización minúscula, pero con el gran deseo de respirar un poco de aire puro. De esta manera, sin una idea preconcebida, salvo la expresada, retomé el camino de esas comarcas desérticas.
La región no había cambiado. No obstante, más allá del pueblo muerto, divisé en lontananza una especie de bruma gris que recubría las colinas como un tapiz. Desde el día anterior había comenzado a pensar en aquel pastor que plantaba árboles. «Diez mil árboles —me dije— ocupan un gran espacio. »
Había visto morir a mucha gente durante cinco años para no imaginar fácilmente la muerte de Elzéard Bouffier, en especial cuando, a los veinte, uno considera a los hombres de cincuenta como viejos a los que resta poco de vida. Él no había muerto. De hecho, se le veía muy vigoroso. Había cambiado de oficio. No tenía más que cuatro ovejas pero, en cambio, una centena de colmenas. Se había desembarazado de las ovejas que ponían en peligro sus plantaciones de árboles. Pues, me dijo (y yo lo constaté), no se había preocupado mucho de la guerra. Había continuado plantando árboles imperturbablemente.
Los robles de 1910 tenían ahora diez años y eran más altos que nosotros dos. El espectáculo era impresionante. Me sentí literalmente sin palabras y, como él no hablaba, nos pasamos todo el día en silencio mientras paseábamos por su bosque. Este tenía, en tres secciones, once kilómetros en su máxima extensión. Cuando uno recuerda que todo esto había salido de las manos y el alma de ese hombre, sin recursos técnicos, uno comprende que los hombres pueden ser tan eficaces como Dios en otros dominios que no sean la destrucción.
EI había seguido su plan, y las hayas que me llegaban al hombro, expandiéndose hasta donde alcanzaba la vista, lo testimoniaban. Los robles eran tupidos y había pasado la época en que estaban a merced de los roedores; cuando los designios de la Providencia son destruir la obra creada, le es necesario recurrir a los ciclones. Me mostró admirables bosquecillos de abedules que tenían cinco años, es decir de 1915, la época en que yo combatía en Verdún. Les había hecho ocupar todas las hondonadas donde él suponía, con justa razón, que había humedad a flor de tierra. Eran delicados como adolescentes y muy firmes.
La creación parecía haber actuado como una reacción en cadena. El no se preocupaba, él proseguía obstinadamente su tarea, en toda su simplicidad. Pero al regresar hacia el pueblo, vi correr agua por arroyos que habían estado secos desde que el hombre tenía memoria. Era la más formidable reacción en cadena que yo había visto. Esos arroyos secos habían llevado agua hacía mucho, mucho tiempo.
Algunos de los tristes pueblos de los que he hablado al principio de mi relato estaban construidos sobre los emplazamientos de villas galorromanas, de las que aún persistían huellas; allí los arqueólogos habían excavado y encontrado anzuelos, en aquellos parajes donde, en el siglo XX, la gente se veía obligada a recurrir a las cisternas para tener un poco de agua.
El viento había dispersado ciertas semillas. Al mismo tiempo que el agua reaparecía, reaparecían los sauces, los mimbres, los prados, los jardines, las flores y una especie de razón de vivir. Pero la transformación se operaba tan lentamente que entraba en lo habitual sin provocar sorpresa. Los cazadores que escalaban esas soledades persiguiendo liebres o jabalíes habían, por supuesto, constatado el aumento de los arbolitos, pero lo habían atribuido a los caprichos naturales de la tierra. Es por ello que nadie había tocado la obra de este hombre. Si hubiera sido detectado, hubiera tenido oposición. ¿Podrían acaso imaginar en los pueblos y la administración, una obstinación como aquella, una generosidad tan magnífica?
A partir de 1920, no dejé pasar una año sin hacer una visita a Elzéard Bouffier. Nunca le vi flaquear ni dudar. ¡Y por lo tanto, Dios sabe si Dios mismo empuja! No me había dado cuenta de sus sinsabores. Pero debemos imaginar que, para obtener un éxito similar es necesario vencer a la adversidad y que, para obtener la victoria de una pasión igual, habrá que luchar contra la desesperación. Durante todo un año había plantado diez mil arces. Todos se secaron. Después de un año, abandonó los arces para retomar las hayas, que brotaron casi mejor que los robles.
Para tener una idea un poco más exacta de este carácter excepcional, no se puede olvidar que actuaba en una soledad total; tan total que, hacia el fin de su vida, había perdido la costumbre de hablar. O quizá, es posible, no veía la necesidad de hacerlo.
En 1933 recibió la visita de un guardabosques asombrado. Este funcionario le notificó que había una orden de no hacer fuegos que pudieran poner en peligro el crecimiento de este bosque natural.
Era la primera vez, dijo aquel hombre ingenuamente, que veía que un bosque crecía solo. Por entonces, Elzéard plantaba las hayas a doce kilómetros de su casa. Para evitar el trayecto de retorno, pues ya tenía sesenta y cinco años, planeaba construir una cabaña de piedra en la linde misma de sus plantaciones. Algo que hizo al año siguiente.
En 1935, una verdadera delegación administrativa vino a examinar el «bosque natural». Estaba formada por un gran personaje de las Aguas y los Bosques, un diputado y algunos técnicos. Decidieron que había que hacer algo y, afortunadamente, nada fue hecho, excepto la única cosa útil: poner el bosque bajo la protección del Estado y prohibir el ir y venir de los carboneros. Era imposible no dejarse cautivar por la belleza de los jóvenes árboles en la plenitud de su salud. Ellos mismos ejercieron todo su poder de seducción sobre el diputado.
Yo tenía un amigo entre los oficiales forestales que estaban en la delegación. Le expliqué el misterio. Un día de la semana siguiente nos dirigimos ambos en busca de Elzéard Bouffier. Lo encontramos en plena faena, a unos veinte kilómetros de donde había tenido lugar la inspección.
Este oficial forestal no era amigo mío por nada. Conocía el valor de las cosas. Sabía permanecer en silencio. Yo ofrecí los huevos que había traído como presente. Partimos nuestro refrigerio en tres y pasamos varias horas en la contemplación muda del paisaje. El lado del que habíamos venido estaba cubierto con árboles de seis a siete metros de altura. yo recordaba el aspecto del país en 1913, aquel desierto… El trabajo apacible y regular el vigoroso aire de la montaña, la frugalidad, y sobre todo, la serenidad del alma, habían dado a este viejo una salud casi solemne. Era un atleta de Dios. ¡Me pregunté cuántas hectáreas más de árboles cubriría todavía!
Antes de partir mi amigo hizo simplemente una breve su gerencia a propósito de ciertas especies a las cuales el terreno parecía convenir. No insistió. «Por una buena razón —me dijo más tarde—, porque este buen hombre sabe más que yo.» Al cabo de una hora de marcha, habiéndose esta idea abierto camino en él, agregó: «Él sabe más que nadie en el mundo. ¡Ha encontrado una maravillosa forma de ser feliz!».
Fue gracias a este oficial que, no sólo el bosque, sino también la felicidad del hombre fueron protegidos. Hizo nombrar tres guardabosques para su protección y los atemorizó para que permanecieran insensibles a todas las gratificaciones que pudieran proponerles los leñadores.
La obra no corrió ningún peligro serio, salvo durante la guerra de 1939. Los automóviles marchaban entonces con gasógeno, y nunca había suficiente madera. Se comenzaron a efectuar talas de los robles de 1910, pero estas regiones estaban tan lejos de cualquier red vial, que la empresa resultó mala desde el punto de vista financiero. Fue abandonada. El pastor no vio nada. Estaba a treinta kilómetros de allí, continuando apaciblemente su tarea, ignorando la guerra del treinta y nueve como había ignorado la del catorce.
Vi a Elzéard Bouffier por última vez en junio de 1945. Tenía entonces ochenta y siete años. Yo había reemprendido la ruta del desierto; pero ahora, a pesar de los estragos que había causado la guerra en esa región, había un autobús entre el valle de Durance y la montaña. Atribuí a este medio de transporte relativamente rápido el hecho de no reconocer las escenas de mis primeros paseos. Me pareció también que el itinerario me hacía pasar por lugares nuevos. Necesité ver el nombre de un poblado para darme cuenta de que estaba, a pesar de todo, en esta región antaño arruinada y desolada. El autobús me dejó en Vergons.
En 1913, este poblado de diez o doce casas tenía tres habitantes. Eran criaturas salvajes, se detestaban y vivían de poner trampas para animales; estaban, física y moralmente, a poca distancia de los hombres prehistóricos. Las ortigas devoraban el entorno de las casas abandonadas. Su condición carecía de esperanzas. No existía para ellos otra cosa que esperar la muerte: situación que no predispone mucho a las virtudes.
Todo había cambiado. El aire mismo. En lugar de las ráfagas secas y brutales que me habían recibido antaño, soplaba una brisa suave cargada de aromas. Un ruido semejante al agua llegaba de las montañas. Pero, lo más sorprendente de todo, escuché el verdadero murmullo del agua corriendo en una palangana. Vi que había sido construida una fuente, y que el agua fluía abundante, y que —esto me sorprendió más aún— alguien había plantado junto a ella un tilo que parecía tener cuatro años, ya grueso, símbolo incontestable de una resurrección.
Por otra parte, Vírgenes mostraba evidencias de ese tipo de trabajo para el cual es necesaria la esperanza. La esperanza había, entonces, retornado. Habían despejado las ruinas, abatido las paredes derruidas y reconstruido cinco casas. El poblado contaba por entonces veintiocho habitantes, cuatro de ellos jóvenes parejas casadas. Las nuevas casas, con su revoque aún fresco, estaban rodeadas de jardines donde crecían, mezcladas pero en un cierto orden, legumbres y flores, coles y rosales, puerros y dragones, apios y anémonas. Era ahora un lugar donde daba ganas de vivir.
A partir de allí, continué a pie. La guerra de la que apenas habíamos salido no había permitido la expansión total de la vida, pero Lazare estaba lejos ahora de ser una tumba. sobre los bajos flancos de las montañas, vi pequeños campos de cebada y centeno; en lo profundo de los estrechos valles empezaban a verdear algunas praderas.
Sólo ocho años nos separaba de esta época en que todo el país resplandecía de salud y bienestar. Sobre el emplazamiento de las ruinas que había visto en 1913, se elevaban ahora granjas limpias, bien enlucidas, que denotaban una vida feliz y confortable. Los viejos cauces, alimentados por las lluvias y las nieves que retenían los bosques, eran remisos a correr. Se habían canalizado las aguas. Al lado de cada granja, en los bosques de arces, los estanques de las fuentes desbordaban sobre los tapices de menta silvestre. Los pueblos eran reconstruidos poco a poco. Gentes de las planicies, donde la tierra era cara, se habían establecido en la región, aportando la juventud, el movimiento y el espíritu de aventura. Se encontraba en los caminos hombres y mujeres bien alimentados, niños y niñas que sabían reír y se había recuperado el gusto por las fiestas campesinas. Si se cuenta la antigua población, menos reconocible desde que vivían mejor, y los recién llegados, más de diez mil personas debían su felicidad a Elzéard Bouffier.
Cuando pienso que un hombre solo, reducido a sus simples recursos físicos y morales, se bastó para hacer surgir del desierto este país de Canaán, me convenzo de que, a pesar de todo, la condición humana es admirable. Pero, cuando tomo en cuenta la infatigable grandeza del alma y la tenacidad en la generosidad necesarias para lograr este resultado, me siento imbuido de un inmenso respeto por ese viejo campesino inculto que tuvo a bien realizar esta obra digna de Dios.
Elzéard Bouffier murió apaciblemente en 1947 en el hospital de Banon.[/lang_es]
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About forty years ago I went on a long hike, through hills absolutely unknown to tourists, in that very old region where the Alps penetrate into Provence.
This region is bounded to the south-east and south by the middle course of the Durance, between Sisteron and Mirabeau; to the north by the upper course of the Drôme, from its source down to Die; to the west by the plains of Comtat Venaissin and the outskirts of Mont Ventoux. It includes all the northern part of the Département of Basses-Alpes, the south of Drôme and a little enclave of Vaucluse.
At the time I undertook my long walk through this deserted region, it consisted of barren and monotonous lands, at about 1200 to 1300 meters above sea level. Nothing grew there except wild lavender.
I was crossing this country at its widest part, and after walking for three days, I found myself in the most complete desolation. I was camped next to the skeleton of an abandoned village. I had used the last of my water the day before and I needed to find more. Even though they were in ruins, these houses all huddled together and looking like an old wasps’ nest made me think that there must at one time have been a spring or a well there. There was indeed a spring, but it was dry. The five or six roofless houses, ravaged by sun and wind, and the small chapel with its tumble-down belfry, were arrayed like the houses and chapels of living villages, but all life had disappeared.
It was a beautiful June day with plenty of sun, but on these shelterless lands, high up in the sky, the wind whistled with an unendurable brutality. Its growling in the carcasses of the houses was like that of a wild beast disturbed during its meal.
I had to move my camp. After five hours of walking, I still hadn’t found water, and nothing gave me hope of finding any. Everywhere there was the same dryness, the same stiff, woody plants. I thought I saw in the distance a small black silhouette. On a chance I headed towards it. It was a shepherd. Thirty lambs or so were resting near him on the scorching ground.
He gave me a drink from his gourd and a little later he led me to his shepherd’s cottage, tucked down in an undulation of the plateau. He drew his water – excellent – from a natural hole, very deep, above which he had installed a rudimentary windlass.
This man spoke little. This is common among those who live alone, but he seemed sure of himself, and confident in this assurance, which seemed remarkable in this land shorn of everything. He lived not in a cabin but in a real house of stone, from the looks of which it was clear that his own labor had restored the ruins he had found on his arrival. His roof was solid and water-tight. The wind struck against the roof tiles with the sound of the sea crashing on the beach.
His household was in order, his dishes washed, his floor swept, his rifle greased; his soup boiled over the fire; I noticed then that he was also freshly shaven, that all his buttons were solidly sewn, and that his clothes were mended with such care as to make the patches invisible.
He shared his soup with me, and when afterwards I offered him my tobacco pouch, he told me that he didn’t smoke. His dog, as silent as he, was friendly without being fawning.
It had been agreed immediately that I would pass the night there, the closest village being still more than a day and a half farther on. Furthermore, I understood perfectly well the character of the rare villages of that region. There are four or five of them dispersed far from one another on the flanks of the hills, in groves of white oaks at the very ends of roads passable by carriage. They are inhabited by woodcutters who make charcoal. They are places where the living is poor. The families, pressed together in close quarters by a climate that is exceedingly harsh, in summer as well as in winter, struggle ever more selfishly against each other. Irrational contention grows beyond all bounds, fueled by a continuous struggle to escape from that place. The men carry their charcoal to the cities in their trucks, and then return. The most solid qualities crack under this perpetual Scottish shower. The women stir up bitterness. There is competition over everything, from the sale of charcoal to the benches at church. The virtues fight amongst themselves, the vices fight amongst themselves, and there is a ceaseless general combat between the vices and the virtues. On top of all that, the equally ceaseless wind irritates the nerves. There are epidemics of suicides and numerous cases of insanity, almost always murderous.
The shepherd, who did not smoke, took out a bag and poured a pile of acorns out onto the table. He began to examine them one after another with a great deal of attention, separating the good ones from the bad. I smoked my pipe. I offered to help him, but he told me it was his own business. Indeed, seeing the care that he devoted to this job, I did not insist. This was our whole conversation. When he had in the good pile a fair number of acorns, he counted them out into packets of ten. In doing this he eliminated some more of the acorns, discarding the smaller ones and those that that showed even the slightest crack, for he examined them very closely. When he had before him one hundred perfect acorns he stopped, and we went to bed.
The company of this man brought me a feeling of peace. I asked him the next morning if I might stay and rest the whole day with him. He found that perfectly natural. Or more exactly, he gave me the impression that nothing could disturb him. This rest was not absolutely necessary to me, but I was intrigued and I wanted to find out more about this man. He let out his flock and took them to the pasture. Before leaving, he soaked in a bucket of water the little sack containing the acorns that he had so carefully chosen and counted.
I noted that he carried as a sort of walking stick an iron rod as thick as his thumb and about one and a half meters long. I set off like someone out for a stroll, following a route parallel to his. His sheep pasture lay at the bottom of a small valley. He left his flock in the charge of his dog and climbed up towards the spot where I was standing. I was afraid that he was coming to reproach me for my indiscretion, but not at all : It was his own route and he invited me to come along with him if I had nothing better to do. He continued on another two hundred meters up the hill.
Having arrived at the place he had been heading for, he begin to pound his iron rod into the ground. This made a hole in which he placed an acorn, whereupon he covered over the hole again. He was planting oak trees. I asked him if the land belonged to him. He answered no. Did he know whose land it was? He did not know. He supposed that it was communal land, or perhaps it belonged to someone who did not care about it. He himself did not care to know who the owners were. In this way he planted his one hundred acorns with great care.
After the noon meal, he began once more to pick over his acorns. I must have put enough insistence into my questions, because he answered them. For three years now he had been planting trees in this solitary way. He had planted one hundred thousand. Of these one hundred thousand, twenty thousand had come up. He counted on losing another half of them to rodents and to everything else that is unpredictable in the designs of Providence. That left ten thousand oaks that would grow in this place where before there was nothing.
It was at this moment that I began to wonder about his age. He was clearly more than fifty. Fifty-five, he told me. His name was Elzéard Bouffier. He had owned a farm in the plains, where he lived most of his life. He had lost his only son, and then his wife. He had retired into this solitude, where he took pleasure in living slowly, with his flock of sheep and his dog. He had concluded that this country was dying for lack of trees. He added that, having nothing more important to do, he had resolved to remedy the situation.
Leading as I did at the time a solitary life, despite my youth, I knew how to treat the souls of solitary people with delicacy. Still, I made a mistake. It was precisely my youth that forced me to imagine the future in my own terms, including a certain search for happiness. I told him that in thirty years these ten thousand trees would be magnificent. He replied very simply that, if God gave him life, in thirty years he would have planted so many other trees that these ten thousand would be like a drop of water in the ocean.
He had also begun to study the propagation of beeches. and he had near his house a nursery filled with seedlings grown from beechnuts. His little wards, which he had protected from his sheep by a screen fence, were growing beautifully. He was also considering birches for the valley bottoms where, he told me, moisture lay slumbering just a few meters beneath the surface of the soil.
We parted the next day.
The next year the war of 14 came, in which I was engaged for five years. An infantryman could hardly think about trees. To tell the truth, the whole business hadn’t made a very deep impression on me; I took it to be a hobby, like a stamp collection, and forgot about it.
With the war behind me, I found myself with a small demobilization bonus and a great desire to breathe a little pure air. Without any preconceived notion beyond that, I struck out again along the trail through that deserted country.
The land had not changed. Nonetheless, beyond that dead village I perceived in the distance a sort of gray fog that covered the hills like a carpet. Ever since the day before I had been thinking about the shepherd who planted trees. « Ten thousand oaks, I had said to myself, must really take up a lot of space. »
I had seen too many people die during those five years not to be able to imagine easily the death of Elzéard Bouffier, especially since when a man is twenty he thinks of a man of fifty as an old codger for whom nothing remains but to die. He was not dead. In fact, he was very spry. He had changed his job. He only had four sheep now, but to make up for this he had about a hundred beehives. He had gotten rid of the sheep because they threatened his crop of trees. He told me (as indeed I could see for myself) that the war had not disturbed him at all. He had continued imperturbably with his planting.
The oaks of 1910 were now ten years old and were taller than me and than him. The spectacle was impressive. I was literally speechless and, as he didn’t speak himself, we passed the whole day in silence, walking through his forest. It was in three sections, eleven kilometers long overall and, at its widest point, three kilometers wide. When I considered that this had all sprung from the hands and from the soul of this one man – without technical aids – , it struck me that men could be as effective as God in domains other than destruction.
He had followed his idea, and the beeches that reached up to my shoulders and extending as far as the eye could see bore witness to it. The oaks were now good and thick, and had passed the age where they were at the mercy of rodents; as for the designs of Providence, to destroy the work that had been created would henceforth require a cyclone. He showed me admirable stands of birches that dated from five years ago, that is to say from 1915, when I had been fighting at Verdun. He had planted them in the valley bottoms where he had suspected, correctly, that there was water close to the surface. They were as tender as young girls, and very determined.
This creation had the air, moreover, of working by a chain reaction. He had not troubled about it; he went on obstinately with his simple task. But, in going back down to the village, I saw water running in streams that, within living memory, had always been dry. It was the most striking revival that he had shown me. These streams had borne water before, in ancient days. Certain of the sad villages that I spoke of at the beginning of my account had been built on the sites of ancient Gallo-Roman villages, of which there still remained traces; archeologists digging there had found fishhooks in places where in more recent times cisterns were required in order to have a little water.
The wind had also been at work, dispersing certain seeds. As the water reappeared, so too did willows, osiers, meadows, gardens, flowers, and a certain reason to live.
But the transformation had taken place so slowly that it had been taken for granted, without provoking surprise. The hunters who climbed the hills in search of hares or wild boars had noticed the spreading of the little trees, but they set it down to the natural spitefulness of the earth. That is why no one had touched the work of this man. If they had suspected him, they would have tried to thwart him. But he never came under suspicion : Who among the villagers or the administrators would ever have suspected that anyone could show such obstinacy in carrying out this magnificent act of generosity?
Beginning in 1920 I never let more than a year go by without paying a visit to Elzéard Bouffier. I never saw him waver or doubt, though God alone can tell when God’s own hand is in a thing! I have said nothing of his disappointments, but you can easily imagine that, for such an accomplishment, it was necessary to conquer adversity; that, to assure the victory of such a passion, it was necessary to fight against despair. One year he had planted ten thousand maples. They all died. The next year,he gave up on maples and went back to beeches, which did even better than the oaks.
To get a true idea of this exceptional character, one must not forget that he worked in total solitude; so total that, toward the end of his life, he lost the habit of talking. Or maybe he just didn’t see the need for it.
In 1933 he received the visit of an astonished forest ranger. This functionary ordered him to cease building fires outdoors, for fear of endangering this natural forest. It was the first time, this naive man told him, that a forest had been observed to grow up entirely on its own. At the time of this incident, he was thinking of planting beeches at a spot twelve kilometers from his house. To avoid the coming and going – because at the time he was seventy-five years old – he planned to build a cabin of stone out where he was doing his planting. This he did the next year.
In 1935, a veritable administrative delegation went to examine this « natural forest ». There was an important personage from Waters and Forests, a deputy, and some technicians. Many useless words were spoken. It was decided to do something, but luckily nothing was done, except for one truly useful thing : placing the forest under the protection of the State and forbidding anyone from coming there to make charcoal. For it was impossible not to be taken with the beauty of these young trees in full health. And the forest exercised its seductive powers even on the deputy himself.
I had a friend among the chief foresters who were with the delegation. I explained the mystery to him. One day the next week, we went off together to look for Elzéard Bouffier, We found him hard at work, twenty kilometers away from the place where the inspection had taken place.
This chief forester was not my friend for nothing. He understood the value of things. He knew how to remain silent. I offered up some eggs I had brought with me as a gift. We split our snack three ways, and then passed several hours in mute contemplation of the landscape.
The hillside whence we had come was covered with trees six or seven meters high. I remembered the look of the place in 1913 : a desert… The peaceful and steady labor, the vibrant highland air, his frugality, and above all, the serenity of his soul had given the old man a kind of solemn good health. He was an athlete of God. I asked myself how many hectares he had yet to cover with trees.
Before leaving, my friend made a simple suggestion concerning certain species of trees to which the terrain seemed to be particularly well suited. He was not insistent. « For the very good reason, » he told me afterwards, « that this fellow knows a lot more about this sort of thing than I do. » After another hour of walking, this thought having travelled along with him, he added : « He knows a lot more about this sort of thing than anybody – and he has found a jolly good way of being happy ! »
It was thanks to the efforts of this chief forester that the forest was protected, and with it, the happiness of this man. He designated three forest rangers for their protection, and terrorized them to such an extent that they remained indifferent to any jugs of wine that the woodcutters might offer as bribes.
The forest did not run any grave risks except during the war of 1939. Then automobiles were being run on wood alcohol, and there was never enough wood. They began to cut some of the stands of the oaks of 1910, but the trees stood so far from any useful road that the enterprise turned out to be bad from a financial point of view, and was soon abandoned. The shepherd never knew anything about it. He was thirty kilometers away, peacefully continuing his task, as untroubled by the war of 39 as he had been of the war of 14.
I saw Elzéard Bouffier for the last time in June of 1945. He was then eighty-seven years old. I had once more set off along my trail through the wilderness, only to find that now, in spite of the shambles in which the war had left the whole country, there was a motor coach running between the valley of the Durance and the mountain. I set down to this relatively rapid means of transportation the fact that I no longer recognized the landmarks I knew from my earlier visits. It also seemed that the route was taking me through entirely new places. I had to ask the name of a village to be sure that I was indeed passing through that same region, once so ruined and desolate. The coach set me down at Vergons. In 1913, this hamlet of ten or twelve houses had had three inhabitants. They were savages, hating each other, and earning their living by trapping : Physically and morally, they resembled prehistoric men . The nettles devoured the abandoned houses that surrounded them. Their lives were without hope, it was only a matter of waiting for death to come : a situation that hardly predisposes one to virtue.
All that had changed, even to the air itself. In place of the dry, brutal gusts that had greeted me long ago, a gentle breeze whispered to me, bearing sweet odors. A sound like that of running water came from the heights above : It was the sound of the wind in the trees. And most astonishing of all, I heard the sound of real water running into a pool. I saw that they had built a fountain, that it was full of water, and what touched me most, that next to it they had planted a lime-tree that must be at least four years old, already grown thick, an incontestable symbol of resurrection.
Furthermore, Vergons showed the signs of labors for which hope is a requirement : Hope must therefore have returned. They had cleared out the ruins, knocked down the broken walls, and rebuilt five houses. The hamlet now counted twenty-eight inhabitants, including four young families. The new houses, freshly plastered, were surrounded by gardens that bore, mixed in with each other but still carefully laid out, vegetables and flowers, cabbages and rosebushes, leeks and gueules-de-loup, celery and anemones. It was now a place where anyone would be glad to live.
From there I continued on foot. The war from which we had just barely emerged had not permitted life to vanish completely, and now Lazarus was out of his tomb. On the lower flanks of the mountain, I saw small fields of barley and rye; in the bottoms of the narrow valleys, meadowlands were just turning green.
It has taken only the eight years that now separate us from that time for the whole country around there to blossom with splendor and ease. On the site of the ruins I had seen in 1913 there are now well-kept farms, the sign of a happy and comfortable life. The old springs, fed by rain and snow now that are now retained by the forests, have once again begun to flow. The brooks have been channelled. Beside each farm, amid groves of maples, the pools of fountains are bordered by carpets of fresh mint. Little by little, the villages have been rebuilt. Yuppies have come from the plains, where land is expensive, bringing with them youth, movement, and a spirit of adventure. Walking along the roads you will meet men and women in full health, and boys and girls who know how to laugh, and who have regained the taste for the traditional rustic festivals. Counting both the previous inhabitants of the area, now unrecognizable from living in plenty, and the new arrivals, more than ten thousand persons owe their happiness to Elzéard Bouffier.
When I consider that a single man, relying only on his own simple physical and moral resources, was able to transform a desert into this land of Canaan, I am convinced that despite everything, the human condition is truly admirable. But when I take into account the constancy, the greatness of soul, and the selfless dedication that was needed to bring about this transformation, I am filled with an immense respect for this old, uncultured peasant who knew how to bring about a work worthy of God.
Elzéard Bouffier died peacefully in 1947 at the hospice in Banon.[/lang_en]
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Inork gizaki baten izaeran benetan apartekoak diren ondasunak aurkitu nahi izanez gero, hainbat urtetan zehar gizaki horren jokabidea aztertzeko denbora edota aukera izan behar du. Jokabide hau berekoia ez bada, bertan eskuzabaltasun mugagabean nagusi baldin bada, saririk jasotzeko irrika eza begi-bistakoa baldin bada, eta gainera lurrean ikusteko moduko aztarna utzi baldin badu, orduan zalantzarik ez legoke.
Duela berrogei urte turistek batere ezagutzen ez dituzten mendietan zehar bidaia luze bat egin nuen. Halaxe, Alpe Frantsesak Probentzan barneratzen direneko eskualde zaharra zeharkatu nuen. Nire bidaia hasi nuenean, leku hartan dena antzua eta margorik gabea zen eta bertan hazten zen gauza bakarra, labanda izeneko landare basatia zen. Nire ibilbideko puntu gorenera hurbiltzen nintzelarik eta hiru egunez ibili ondoren, erabateko hondamendiaren erdian aurkitu nuen nere burua. Eta herri bat izandakoaren hondakinengandik hurbil kanpatu nuen. Aurreko egunean urik gabe geratu nintzen, eta beraz aurkitzeko beharra nuen. Liztor kabi baten antzera hondaturik egon arren, etxe multzo hark, han putzu edo iturriren bat noizbait izan zela adierazten zuen. Egon bazegoen, bai horixe, bainan agorturik zen. Teilaturik gabe bostpasei etxe, haize ta euriak janak, kapera txikia bere kanpandorrea erori bidean, hantxe zeuden itxuraz herri bizi batean bezala, baina bizia suntsitua zen.
Ekaineko egun ederra zen hura, disdiratsua eta eguzkitsua, baina babesik gabeko lurraren gainean haizeak goitiar jotzen zuen zeruan jasangaitzezko bortizkeriaz. Etxe hilotzen gainean marraska zegien janaldia eten dioten lehoiak bezala. Nire kanpamentua aldatu beharrean nengoen.
Bost orduz ibili ondoren, artean ez nuen urik aurkitu eta aurkitzeko itxaropena ematen zidan inolako aztarnarik ez zegoen. Inguru osoan lehortasun eta belar latz berberak ziren nagusi. Urrunean irudi xut beltz bat agertu zitzaidan. Zuhaitz bakarti baten enborra zirudien, nolanahi ere beregana abiatu nintzen. Artzain bat zen. Lur beroaren gainean, hogeita hamar ardi etzanda beragandik hurbil zeuden. Ur zurrustada bat eman zidan bere kalabaza ontzitik eta geroxeago bere txabolara eraman ninduen. Berezko putzu sakon batetik lortzen zuen ura. Ur bikaina. Eta beronen gainean aintzinako tornu bat zuen egina.
Gizonak gutxi hitz egiten zuen, halakoxe ohitura baitute bakarrik bizi direnek. Bainan bere buruaz seguru zegoela nabaritu nuen. Hau niretzat harrigarria zen lurralde antzu hartan. Ez zen txabola batean bizi, harriz egindako etxetxo batean baizik eta bertan artzainak zer-nolako lana egin zuen argi ikusten zen. Teilatua sendoa eta trinkoa zen, haizeak bere gainean jotzean hondartzako itsaso uhinen soinua gogorarazten zuen.
Etxea txukuna zegoen. Platerak garbiak, zurezko lurra erraztaturik, fusila koipeztuta, zopa sutan irakiten; bizarra ondo moztua zeukan, botoi guztiak ongi josiak zituen eta arropa arreta handiz adabatua izan zela nabaritu nuen. Zopa elkarren artean banatu genuen eta gero, nire tabako dosa eskeini nionean ez zuela erretzen esan zidan. Bere txakurra bera bezain ixila morroi izan gabe lagunkoia zen.
Nik gaua han emango nuela hasieratik jakinekotzat ematen zen. Herririk hurbilena egun t’erdira zegoen, gainera guztiz ongi ezagutzen nuen eskualde hartako herri mota. Mendi mazeletan sakabanaturik lauzpabost gehiago baziren, haritz zuri multzoen artean, errepide hautseztatuen amaieran. Bertan ikazkinak bizi ziren eta berauen bizikidetasuna ez zen oso ona. Familiak elkarrekin eta estu bizi ziren. Giro zorrotza zuten benetan, bai udan, bai neguan. Eta etengabeko nortasun gatazka horri ez zioten konponbiderik aurkitzen. Giro hartatik ihes egiteko desioa zela eta, zentzugabeko handinahia neurri gabeko mailetara iristen zen. Gizonek beren ikatza inguruko herririk garrantzitsuenean saltzen zuten. Egunerokotasunean nortasunik gogorrenak ahuldu egiten ziren. Emakumeek aldiz arrenkura haundiagotzen zuten. Denean lehia zegoen. Hasi ikatzaren salneurritik eta elizako aulkiraino. Gauza ororen gainean haizea zegoen, bera ere etengabean. Jendea urduri jartzeko modukoa. Buruhiltze izurriteak gertatzen ziren eta eromen kasuak sarritan, eromen giza hiltzailea askotan.
Afal ostea aurrera zihoala, halako betean artzaina zakutxo baten bila joan zen. Bertatik ezkur mordoxka bat bota zuen mahai gainera. Arreta haundiz banan banan begira hasi zitzaien, onak txarretatik bereiziz. Ni pipan erretzen ari nintzen, laguntza eskeini nion baina… bere lana zela esan zidan. Halaxe, nolako arduraz lan egiten zuen ikusita, ez nion besterik esan. Horixe izan zen gure solasaldi osoa. Ezkur on kopuru polita bereiztu ondoren, hamarnaka jarri zituen. Behin ehun ezkur bikain aukeratu zituenean, atseden hartu eta lotara joan zen.
Bake handia sentitzen zen gizonaren ondoan eta biharamunean ea beste egun batez gera nintekeen galdetu nion. Berarentzat naturala zen edo zehatzago esanda, bera asalda zezakeen ezer ez zegoela iruditu zitzaidan. Nik ez nuen atsedenerako geratu nahi, gizona interesatu zitzaidalako eta hobeto ezagutu nahi nuelako baizik. Artzainak artegia ireki eta larratzera eraman zuen artaldea. Abiatu aurretik ur ontzi batean bere ezkur zakua sartu zuen. Makilaren ordez burdinezko ziri bat zeramala konturatu nintzen. Berau nire erpurua bezain lodia zen eta metro t’erdiko luzera zuen. Lasaiki ibiliz, berak ni ikusi gabe, berearen parez pare egin nuen nere bidea. Artaldea aran batean geratu zen. Ardiak txakurraren kontura utzita niregana etorri zen, begiluzea izan nintzelako haserretuko ez ote zen beldur nintzen. Bainan ez zen honelakorik inola ere; norabide hartan zihoan eta zeregin hoberik ez baldin banuen berarekin joatera gonbidatu ninduen. Mendiaren gailurrera igo ginen ehun bat metrotara. Han burdinezko ziria lurrean sartzeari ekin zion, halaxe zulo bat eginez. Bertan ezkur bat sartu ondoren zuloa estali egin zuen. Haritz landaketan ari zen. Lur hura berea al zuen galdetu nion. Ezetz esan zidan. Ba ote zekien norena zen, ezta ere. Komunitatearena izango zela pentsatzen zuen edo agian jende ezezagunana. Bost axola hari norena ote zen. Ardurarik haundienaz sartu zituen ezkurrak. Bazkal ostean berriro ereiteari ekin zion. Nire galderetan nahikoa intsistitu nuela uste dut, erantzutea onetsi baitzuen. Hiru urtetan zehar egunero ehun zuhaitz landatu zituen. Haietatik 20.000 soilki ernetu ziren. Probidentzia edo karraskariak zirela medio erdia galtzea espero zuen. Azkenean lehenago ezer hasi ez zen lekuan 10.000 haritz suspertu ziren.
Gizon hark izango zuen adina orduantxe hasi nintzen kalkulatzen. 50 urtetik gorakoa zela begibistakoa zen. 55 esan zidan. Bere izena Elzeard Bouffier zen. Garai batean etxaldea izan zuen lautadan eta hantxe bere bizitza antolaturik. Bere seme bakarra galdu egin zuen eta geroago emaztea. Bakardadera erretiratua zen eta bere ilusioa ardiak eta txakurrarekin lasai bizitzea zen. Bere iritziz zuhaitz gabeziaz lurra hiltzen ari zen; garrantzizko betebeharrik ez zuenez gero, egoera hau konpontzea erabaki zuela erautsi zuen.
Garai hartan ni gaztea izan arren banekien izpiritu bakartiak ulertzen, neronek ere bizitza bakarzalea egiten bainuen. Baina hain zuzen gaztetasunak berak bultzatzen ninduen etorkizuna neurekiko erlazioan kontsideratzera eta zoriontasunaren nolabaiteko bilaketa. 30 urtetan bere haritzak zoragarriak izango zirela esan nion. Berak xumeki erantzun zidan, Jainkoak nahi baldin bazuen 30 urtetan beste hainbeste landatuko zituela eta oraingo 10.000 haritzak ez zirela itsasoan ur tanta bat besterik izango. Gainera orain pagoen ugalketa ikertzen ari zen eta bere etxetxotik hurbil bagasta edo pagotxoak zeuzkan haztegi batean hazten. Ardiengandik babesten zituen landaretxoak zoragarriak ziren. Lur azaletik gertu hezetasun apurtxo bat zegoen aranetan urkiak landatzea ere buruan zebilkion. Biharamunean banandu egin ginen.
Urte bete geroago, Lehengo Mundu-Gerra hasi zen eta ni hurrengo bost urteetan bertan lerrokatuta egon nintzen. Infanteriako soldadu batek ozta-ozta du zuhaitzetan pentsatzeko astirik, eta egia esan kontu hark berez ez zuen inpresio handirik eragin nigan. Zaletasuntzat hartua neukan seilu bilduma bateko zeozer eta ahaztu egin nuen. Gerra bukatzean, bi gauza besterik ez neukan: desmobilizazioa zela eta ordain sari txiki bat, eta denboraldi batez haize freskoa hartzeko gogo handia. Eta uste dut arrazoi honegatik soilik hartu nuela berriro lur antzurako errepidea.
Paisaia ez zen aldatu, baina hala ere bertan bera utzitako herriaz gain urrunean nolabaiteko laino grisa ikusi nuen. Laino honek mendien gailurrak estaltzen zituen. Aurreko egunean bat batean zuhaitzak landatzen zituen artzainaz oroitzen hasi nintzen. 10.000 zuhaitzek, pentsatu nuen, leku nahiko handia betetzen dute. Azken 5 urteetan hainbeste gizon hiltzen ikusi ondoren ez nuen Elzeard Bouffier bizirik aurkitzea espero bereziki 20 urte dituzunean, 50 baino gehiagoko gizonak hiltzeko prestatzen ari diren persona zaharrak bezala ikusten baituzu. Baina ez zegoen hilda, alderantziz baizik; oso bizkorra eta buruz argia ikusi nuen. Bere zereginak aldatu eta orain 4 ardi besterik ez zituen bainan ehun erlauntza zeuzkan ordea. Ardiak zuhaitz gazteentzako arriskutsuak zirelako kendu zituen. Gerraren kalterik ez zuela batere somatu esan zidan. Zuhaitzak landatzen jarraitu zuen etengabe. 1910. urteko haritzek 10 urte zituzten orduan eta gu baino handiagoak zeuden. Ikuskizun zoragarria zen, ahozabalik geratu nintzen eta berak hitz egiten ez zuen ezkero, egun osoa ixil-ixilik eman genuen bere basoan. Hiru sailak 11 kilometro ziren luze eta 3 zabal. Hura dena baliabide teknikorik gabeko gizon bakar baten esku eta arimatik sortu zela gogoratzean, gizakiak ez bakarrik suntsiketan bainan sorketan bezalako ekintzetan ere, zeinen eraginkorrak izan daitezken konturatzen zinen. Bere egitasmoari eutsi egiten zion eta neure sorbaldak baino goragoko pagoek ikusmugaraino zabal baieztatu egiten zuten hori. Alderdi ederrak erakutsi zizkidan, orduan 5 urte zirela landaturiko urkiz beteak, hau da 1915ean neu Verdun-en borrokan ari nintzen bitartean. Ia lur azalean hezetasunik bazela sen onez susmatutako aran guztietan urkiak landatu zituen, neska gazteak bezala delikatuak ziren eta gainera oso ongi ezarrita zeuden. Naturak bere kabuz hainbat erreakzio eta aldaketa izan zituela ere bazirudien, naiz eta artzainak ez dituen bilatzen. Berak erabakior eta xume bere lanean jarraitzen baitzuen. Herrixkara itzuli ginenean, lurralde hartako gizon guztien gugan agor-agor egondako erreketan ur bizia ikusi nuen, erreakzio guztien ondoriorik ikusgarriena hauxe izan zen. Aspaldi agortutako errekak ur fresko iheskorraz beteta zeuden orain. Arestian aipatutako herri goibel horietako batzuk, erromatarrek beren herriak eraikitako lekuetan eginak ziren eta artean erromatar herrien egitura arrastoak han zeuden. Eta eskualdea aztertu zuten arkeologoek amuak aurkitu zituzten, XX. mendean urik izango bazen urtegiak behar ziren lekuan. Haizeak ere haziak zabaltzen lagundu zuen, eta urak sortzeaz gain zahatsak, ihiak, zelaiak eta lorategiak sortu ziren, izateko nolabaiteko arrazoia ere bai. Baina aldaketa hain apurka eta emeki gertatu zen ezkero, harridurarik gabe onartua izan zen. Erbi edota basurde bila oihanartean barneratutako ehiztariek nabarmen antzeman zioten zuhaitz txikien hazkuntzari. Baina naturaren gutizi bat zela uste zuten. Horregatik ez zen inor sartu Elzeard Bouffier-en lanean. Bera antzeman balute aurka ekingo zioketen, baina aurkiezina zen. Ez herrietako inongo biztanleek ez probintziako administrazioko inork, ez zukeen halako eskuzabaltasun zoragarri eta iraunkorrik pentsatu ere egingo. Aparteko izaera honen ideia zehatzagoa izateko ez da ahaztu behar Elzeard-ek erabateko bakardadean lan egin zuela. Hain erabatekoa gainera, bere bizitzaren azken aldera hitz egiteko ohitura galdu egin baitzuen, ez zuelako agian ohitura honen beharrik ikusi.
1933an basozain baten bisita izan zuen. Beronek sua piztea debekatzen zuen agindu baten berri eman zion. Berezko basoaren hazkuntza ez ote zen arriskuan egongo beldur baitziren. Hauxe zen lehenengo aldia, esan zion gizonak, baso bat berez sortzen ikusi zuena. Une hartan, Bouffier-ek bere etxetik 12 kilometrotara zegoen leku batean pagoak landatzea zuen buruan, eta joan etorrian ez ibiltzearren, orduan 75 urte baitzeuzkan, landalekuan harrizko txabola bat eraikitzea erabaki zuen. Eta halaxe egin ere hurrengo urtean.
1935ean gobernuaren ordezkari bat hara joan zen, berezko basoa aztertzera. Baso zerbitzuko goikargudun batek, diputatu batek eta hainbat teknikarik osatzen zuten ordezkaritza. Elkarrizketa luze eta erabat alferrikakoa gauzatu zen orduan, azkenean zeozer egin beharra zegoela erabakiz. Eta zorionez ez zen ezer ere egin, ona suertaturiko gauza bakar bat ezik. Baso osoa estatuaren babespean jarri zen, eta bertatik egur ikatzik ateratzea debekatu zuten. Izatez ezinezkoa zen biziaz beteriko zuhaitz gazte haien edertasunak ez liluratzea. Ziurrenik haiexek txunditu zuten diputatua.
Nire lagun bat ordezkaritza hartako basozainen artean zegoen eta misterioa argitu egin nion. Hurrengo asteko egun batean Elzeard Bouffier ikustera joan ginen. Lanean gogor aurkitu genuen, azterketa izandako lekutik hamarren bat kilometrotara. Basozainak bazekien gauzak baloratzen, jakin baitzekien ixilik egoten. Opari-gisara ekarritako arraultzak eman nizkion Elzeardi, hiruron artean elkarbanatu genuen jana eta ondoren hainbat ordu eman genituen ixilik inguruari begira.
Geu etorritako aldera begiratuta maldak sei zazpi metrotako zuhaitzez estalita zeuden. Haiek ikustean 1913an lurrak zuen itxura nuen gogoan. Basamortua, eta orain, lan jarraikor eta lasaiak, mendialdeko haize fresko eta biziak, orekak eta batez ere, izpirituaren baretasunak, agure honi osasun zoragarria eman zioten. Zuhaitzez zenbat hektarea gehiago estaliko zituen galde egin nion neure buruari.
Joan baino lehen, nire lagunak iradokizun labur bat egin zuen hainbat zuhaitz motari buruz, non eskualde hartako lurra haientzat bereziki prestaturik baitzen. Baina ez zen gehiegi hartaz luzatu. Gero berak, niri esan bezala, Bouffierrek gehiago zekielako. Bainan oinez denboraldi batean ibili ondoren buruan bueltaka zebilkien eta zera aipatu zuen: «eta beste edonork baino askoz ere gehiago daki, zoriontsu izateko modu zoragarria aurkitu baitu».
Lagun honi esker ez eskualdea soilik, Bouffier-en zoriona ere babestuta geratu zen. Oihanaren zaintze lanerako 3 basozain utzi zituen bere ordez, eta ikazkinen ardoari eta eroskeriari uko egitea agindu zien. Egiazko arrisku bakarra Bigarren Mundu-Gerran gertatu zen. Egurra erretzen zuten sorgailuen bidez, kotxeak gasogenoz zebiltzan ezkero, ez zegoen nahiko egurrik. Haritz mozketa 40an hasi zen. Baina eskualdea edozein tren geltokitik hain urruti zegoen, non arriskurik ez zen sortu.
Artzaina ez zen ezertaz konturatzen, 30 kilometrotara, lasai landatzen ari zen. Ez zuen 1939eko gerrarekin zer ikusirik, 14koarekin izan ez zuen bezala.
Elzeard Bouffier 1945eko Ekainean ikusi nuen azken aldiz, orduan 87 urte zituen. Berriro lur antzuko bidean ibili nintzen. Bainan orain gerrak sortutako nahastearen ordez, aldian aldiko autobusak batzen zituen Duranz arana eta mendialdea. Ez nien eskualdea ezagutu eta autobusaren nola halako abiadurari egotzi nion hori. Herriko gizona ikusi nuen arte, lehenago hondakina eta bakardadea besterik ez zegoen eskualde hartan nengoela, ez nintzen benetan jautsi. Autobusak Vergons-en utzi ninduen 1913an; 10 edo 12 etxetako herrixka honek, hiru biztanle zituen. Izaki zertxobait atzeratuak, ia-ia elkar gorrotatzen zutenak eta bizirik irauteko animaliak tranpatxoekin harrapatzen zituzten. Ingurua asunez josita zegoen eta han-hemenka utziriko etxeen hondakinen artean hedatzen ziren. Beren egoera etsipengarria zen, eta egoera honek nekez presta lezake inor bertuterako.
Dena aldatua zen, baita haizea ere. Lehen jo ohi zuten haize lehor eta latzen ordez, orain haizetxo leun eta usaintsua zebilen. Menditik ur soinu antzeko bat zetorren. Haizea zen basoan, bainan are harrigarriagoa uraren egiazko soinua entzutea zen. Ur alaia zerion iturri bat eraiki zutela ikusi nuen, eta gehien harritu ninduena zera izan zen: iturriaren ondoan norbaitek ezki bat landatu zuen, laurehun bat urte izango zituen ezkia alegia. Loretan zegoela birjaiotzearen ezeztaezinezko sinbolo moduan. Gainera itxaropena behar duen lan motaren ondorioa zen Vergons, itzulitako itxaropena alegia. Hondakinak eta harresiak ez zeuden jadanik eta bost etxe konpondu zituzten. 25 biztanle zeuden orain, haietariko lau bikote gazteak ziren. Karez zuritutako etxe berriak lorategiz inguraturik zeuden eta hauetan barazkiak eta loreak hazten ziren nahaste borraste ordenatuan. Azaburu eta arrosa, porru eta txibirita, apio eta anemonek, bizitzeko herria zoragarria bihurtzen zuten. Leku hartatik oinez jarraitu nuen, gerrak bukatzean ez zion biziari erabat loratzen utzi, bainan Elzeard-en izpirituak hantxe zirauen. Beheko maldetan garagar eta arroz soro txikiak ikusi nituen eta aranaren barnekaldean zelai berdeak. Harrezgero 8 urte besterik ez zen behar izan paisaia osoak osasuntsu eta oparotasunez dirdir egin zezan. Lehen hondakinak zeuden lekuan etxaldeak zeuden orain. Basoak erakartzen dituen euriak eta elurrak elikaturik, erreka zaharrak berriro emanean zeuden. Beren urek iturriak hornitzen zituzten eta menda freskoz jositako zelai guritara jotzen zuten. Pixkanaka pixkanaka herritxoak berpiztu egin ziren. Lur garestiagoetatik zetorren jendea han kokatu zen, beren gaztetasun eta mugikortasuna erakarriz. Kaleetan gizon eta emakume biziekin topo egin zitekeen, barre egiten hasten ziren neska mutilekin. Txango eta ibilaldietarako gustua berreskuratu zuten haiekin.
Lehengo populazioa zenbatuz gero, nolabaiteko erosotasuna zeukanetik, ezezaguna orain, 10.000 pertsona baino gehiagok zor zioten ein batean Elzeard Bouffier-i beren zoriona.
Horregatik bere indar fisiko eta morala besterik ez zeukan gizonarengan, basamortutik Canaan-go lur hura sorterazi zuenarengan pentsatzen dudanean, hala eta guztiz ere argi daukat gizakia miresgarria dela. Emaitza hura gauzatzeko beharrezko izpiritu handitasun liluragarriaz ohartzen naizenean, gizon zahar, ustez analfabeto harekiko, mugarik gabeko errespetua jabetzen da nitaz. Jainkoaren ekintza pareko lana burutu zuen izaki harekikoa.
Elzeard Bouffier 1947an Banon-go babes-etxean bakean hil zen.[/lang_eu]